The Journal of the Unitarian Universalist Association

Mis Apellidos
Por Allen R. Pérez Somarriba

Commentary Marzo/Abril 2000

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Es el día 3 de mayo de 1997. Camino con Debbie, mi esposa, por un pasillo peculiar del aeropuerto de Dallas/Forth Worth. Nuestros pasaportes ya han sido revisados, y nos dirigimos a hacer nuestros trámites ante los oficiales de inmigración. Venimos de Costa Rica. El viaje ha sido largo, estamos cansados, y todavía nos falta tomar otro avión. No obstante, me siento optimista. Siento que llego a los Estados Unidos con un privilegio. Conmigo llevo todos los documentos que me acreditan como residente permanente.

Entramos a una oficina de ambiente discreto, un poco triste y lejos del habitual bullicio de los mostradores de las lineas aéreas, de las ventas de comida y de las salas de espera para abordar un avión o para esperar a un ser querido. Siento cierto alivio al ver adentro de la oficina a una mujer de color trigueño y ojos oscuros como los mios. Conversa con otro funcionario. Escucho su acento y sé que es latina. Esta circunstancia aumenta mi optimismo. No mucho tiempo después, mi ingenuidad recibiría su primera lección en los Estados Unidos.

De pronto la mujer se dirige a mí y secamente me pide los documentos sin mirarme a la cara. Ningún saludo, ningún gesto mínimo de emoción. Una vez recibidos los documentos, rudamente toma mis huellas digitales. Me pide firmar cinco veces en un formulario. “Allen Pérez S.,” así firmo.

Agresivamente me increpa: “¿Qué significa esa ‘S.’?”

“Es parte de mi firma; en América Latina usamos dos apellidos y además toda la documentación viene firmada así”, le contesto. Por un segundo pienso que mis argumentos son contundentes.

“Usted está en los Estados Unidos. Firme otra vez sin la S.,” me ordena en un claro español.

Mi compañera, una estadounidense anglosajona, se aproxima para ayudarme, pero la oficial le grita que se siente. Me siento acorralado e indefenso. Firmo sin la S.

Esta fue mi visa de entrada. Dejé de ser costarricense para convertirme en un hispano extranjero con un apellido. Fue la primera de una serie de tristes sorpresas.


Me gustaría compartir con ustedes otra historia. Ocurrió en Cambridge, Massachusetts. Mi esposa y yo asistíamos a una clase de tambor africano Cada jueves a las seis de la tarde tomábamos el mismo bus. Siempre conducía la misma persona, un hombre blanco en sus cincuentas. Mi compañera y yo nos turnábamos la tarea de cargar el djembe. Y uno de los dos pagaba el transporte.

El primer día yo cargué con el instrumento y abordé el bus de primero. No había dado yo unos pasos cuando el chofer de manera áspera me exigió pagar cuando mi esposa ya lo hacía. El segundo jueves pasó lo mismo. Al jueves siguiente decidimos invertir nuestros roles. Ella pasó sin ningún problema y yo simplemente pagué.

Fue como un experimento controlado: el mismo bus, la misma hora y el mismo chofer. La situación se repitió ocho veces más. El resultado tuvo la geometría de un cuadrado. Las cuatro veces que subí con el djembe, se me llamó la atención, y las cuatro veces que mi esposa lo hizo, pasó sin reclamos.

He escuchado también lamentables historias de hispanos nacidos aquí. La de Tracy Johnson es una de ellas. Ella tiene una hermosa piel café y unos expresivos ojos negros. Tracy me contó que de regreso a Boston de su viaje a Bolivia, el oficial de inmigración le preguntó en español el origen de su nacionalidad. Su pasaporte estadounidense claramente decía que había nacido en estas tierras. Tracy quedó tan sorprendida con la pregunta que hasta se le olvidó su maltrecho español. En inglés le contestó que ella era, como decimos en América Latina, “gringa”.


Estas experiencias te invitan a asociarte con otros hispanos. Necesitas compartir una cierta solidaridad. Pero el asunto no es tan fácil. Después de todo, mi torturadora del aeropuerto de Dallas fue hispana. Ciertamente lo “hispano” no es una realidad monolítica. Piensen ustedes en los diversos universos de los nuyoricans y los chicanos. O en la vida de los inmigrantes recién llegados de América Latina. O en los hispanos de segunda o más generaciones que no hablan español.

¿Existe un punto de encuentro común—politica y económicamente hablando—que nos unifique en los más significativos frentes de lucha y de cooperación?

Examinemos algunos ejemplos.

El año pasado visité las ciudades de McAllen y Reynosa. Las separa el Río Grande. La primera se encuentra en Texas y la segunda, en Taumalipas, territorio mexicano.

En una ocasión se me invitó, en McAllen, a una fiesta de cumpleaños donde se congregaron algunas de las familias méxico-americanas más ricas de la región. No faltó la mención de los mexicanos ilegales. Sin excepción mis interlocutores mostraron sus antipatías por “esos vagabundos que no trabajan”. El señor de la casa también dijo su parte: “Aquí queremos gente honrada, trabajadora, que sepa invertir su dinero en empresas”. Sus comentarios me parecieron particularmente cándidos. No pude resistir preguntar acerca de las miserables colonias de McAllen donde también viven muchos méxico-americanos. De acuerdo a fuentes oficiales en el Condado de Hidalgo (McAllen es su principal ciudad) hay cerca de 110,000 personas que viven en esas colonias sin electricidad, agua potable, calles pavimentadas, teléfonos y cañerías. “Son pobres porque quieren”, me contestó lacónicamente.

Examinemos otro ejemplo que ilustra la complejidad de lo “hispano”. En Miami, la extrema derecha cubana domina la ciudad. La política, los negocios y hasta la cultura pasan bajo su escrutinio. A esta plutocracia caribeña la obsesiona el dinero y el sueño de una Cuba “made in USA”. No puedo culparlos de que César Chávez no esté entre sus héroes, ni que la lucha de Puerto Rico en contra de los ejercicios militares yanquis en Vieques los tenga sin cuidado.

No interesa juzgar la “bondad” o la “maldad” de estos hispanos. Sus intereses de clase se han identificado históricamente con el capitalismo depredador de la mayor potencia del mundo. El hecho de que puedan bailar salsa y hablar español no los salva de esta complicidad.

Si yo viviera en la Florida votaría—sin importar la raza—por candidatos liberales con tal de sacarlos del poder.

El poeta hispano Dionisio Cañas, en su muy bien fundamentado artículo Los Latinos en USA: Una Nación Virtual, nos indica desde Nueva York una respuesta posible. Según Cañas:

Las últimas estadísticas oficiales muestran datos alarmantes relacionados con los hispanos: por una parte, el poder adquisitivo del hispano medio ha descendido un 5,1 por ciento en los últimos dos años (y un 14 por ciento desde 1989) y, por primera vez en la historia, el nivel de pobreza de la población hispana es mayor que el de la afroamericana. Pero según el presidente de la Cámara de Comercio Hispana, para el año 2000 habrá más de un millón de compañías que serán propiedades de latinos. El número de empresas ha crecido un 76 por ciento con respecto a 1987. O sea, que está claro que un núcleo minoritario de hispanos que viven en los Estados Unidos se está enriqueciendo aceleradamente, pero la gran mayoría de los hispanohablantes son ya la masa más pobre de la población norteamericana.

Vuelvo a preguntar: ¿existe algún punto de encuentro común entre la mayor parte de los hispanos? La respuesta es sí. Aparte de la cultura tenemos dos muy importantes: la pobreza y la discriminación racial. Pero hay otros seres humanos con los mismos problemas. Esto indica que los hispanos deben unirse y ser solidarios con otros pueblos de color.

¿Qué pasa con los blancos pobres? Aunque sin sufrir el flagelo de la discriminación racial, asimismo padecen—a pesar de cierto privilegio que les da el color de su piel—la discriminación económica y las multiples barreras sociales para su superación intelectual y material.

La clase media tambien tiene un rol fundamental que jugar. Su situación no es ni económica ni políticamente cómoda. Ahora trabajan más, reciben menos, no ahorran y tienen más deudas. La economía de hoy, lejos de simplificar sus vidas, les crea suficientes angustias.

El tipo de priopiedad social dominante, la división del trabajo, la distribución de la riqueza y la relación del poder económico con el político constituyen, a mi juicio, las preguntas centrales que las personas de todos los colores debemos estudiar si se ambiciona entender el origen de la lucha de clases y la discriminación racial. Construir una verdadera alianza multiracial en contra de la injusticia es el mayor imperativo social de hoy.

La democracia solamente es cierta, desde la perspectiva del pueblo, cuando la democracia política refleja una plena democracia económica. Estoy hablando de una sociedad pluralista donde el modo de producción dominante sea el comunitario. El racismo, como legado histórico, tendrá mucho más posibilidades de desaparecer bajo estas condiciones.

Por lo pronto, repito, la tarea más urgente es la de organizar a los pueblos oprimidos en una amplia alianza multiracial que demande justicia en todos los sentidos posibles. Por su obvia importancia, la justicia económica ocupará un sitio de preferencia.

El profesor William Julius Wilson de la universidad de Harvard, en un reciente artículo en la revista The Nation entitulado “Aminorando la División Racial” tambien ve necesaria la creación de este movimiento multiracial. Al respecto escribió lo siguiente:

Mientras las clases medias y bajas sigan fragmentados por criterios raciales, nunca van a ver como sus esfuerzos comunes pueden cambiar el desequilibrio político [entre las clases altas y el resto de nosotros] y así promover una política que refleje sus intereses. Es decir, una visión de la sociedad americana que subraye las diferencias raciales en lugar de los intereses comunes hace difícil para nosotros ver la necesidad del apoyo político mutuo más allá de los criterios raciales.

En cuanto a los Unitarios Universalistas, no debemos eludir el asunto económico más importante de nuestro día—el debate acerca de la globalización. Tenemos un compromiso con el planeta. Definamos públicamente nuestra postura y una plataforma de acción para contribuir a frenar los crímenes del neoliberalismo. Seamos librepensadores incómodos. Pacifistas difíciles. Dejemos de ser distinguidos para convertirnos en subversivos. Honremos—con nuestro activismo—a los UUs que marcharon en Seattle por un mundo mejor. Sé que protestaron en contra de una economía global sin rostro humano.Felicito a los UU por una Comunidad Económica Justa (UUJEC) por haber mobilizado a cientos de nuestra iglesia.

Cuando llegué a los Estados Unidos dejé de ser costarricense para convertirme en un hispano extranjero con un apellido. Hoy la razón me dice otra cosa. Mis experiencias adversas y la solidaridad recibida, juntos con mi participación en luchas sociales, no solo reafirmaron mi identidad pero la fortaleceron. Soy hispano, soy costarricense y orgullosamente de color. Y como UU no puedo ser extranjero. Allen Pérez S. es mi firma. Es la firma de un ciudadano del mundo.

El abogado Allen Pérez Somarriba es el conductor de la programa de televisión Continente en el Canal 19 de Boston. Desde 1997 ha sido miembro de la iglesia Community Church of Boston.

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